LOS SIGLOS XVIII Y XIX
En esta etapa se van a producir cambios sustanciales en el lugar y modo de enterramiento. Aparece una nueva concepción acerca de la muerte, y es la dialéctica entre la complacencia y la intolerancia de ésta. La complacencia en la idea de muerte está motiva por la sublimación hacia la Belleza, y simultáneamente hay una cierta intolerancia ante la separación o “ausencia del otro”, del fallecido.
Brota una pasión que hasta el momento no se había manifestado en forma de lloros, lamentaciones, rezos y gestos de dolor apasionado se da de manera exaltada ante la muerte. Alcanzando el duelo un desarrollo ostentoso que traspasa las costumbres hasta el momento. La intimidad en la familia hace que se esfumen las cláusulas pías de servicios religiosos que se daban en los testamentos, notificando estos deseos, directamente el moribundo a sus familiares. Este hecho da paso a que el testamento se laicice, (parecido al que hay actualmente: reparto de bienes…). Todo esto es producto de una sociedad que se laiciza. Sin embargo, la principal causa que va a alterar el modo de los enterramientos va a ser sentimiento de la “muerte ajena” motiva por esa pasión.
A fines del siglo XVIII, hay que destacar dos características: por un lado, la salud pública se verá afectada por el hedor que vienen de las tumbas de los alrededores de las iglesias dentro de las ciudades, que durante siglos se habían removido de forma constante. Por otra parte, produce pudor social el desprecio y abandono del cuerpo y restos del difunto, que en los últimos siglos y con la Contrarreforma, se realizaban por parte de la Iglesia.
En 1763 se empieza a escribir acerca de los cementerios existentes en que se relataba lo siguiente: “… infecta morada de los muertos en medio de los domicilios de los vivos”.
En España, el 3 de Abril de 1787 se promulga la Real Cédula decretada por Carlos III, en el que prohíbe los enterramientos dentro de las ciudades y ordenando la construcción de los cementerios fuera de las urbes.
La Disposición se debe a la comprobación de los efectos de las epidemias ocurridos en varios lugares. Evitando de este modo las consecuencias por una posible infección u otras causas a las que pudiesen exponerse los vivos respirando el aire impuro y mezclado con los hedores de los muertos.
A lo largo del siglo XIX, 1806, 1833, 1834,1840, se suceden otras Órdenes Reales recordando la prohibición y concediendo facilidades económicas para su cumplimiento.
La Reina Isabel II dispuso en 1828 que donde no los hubiera, se hiciesen cementerios provisionales en forma de cercados fuera de las poblaciones hasta que se pudiesen construir más decentemente (R.O. de 12 de mayo de 1849, R.O. de 16 de julio 1857 y de 6 de agosto y 19 de noviembre 1867).
En 1833, mediante Reglamento, se había creado una jurisdicción mixta eclesiástico-civil del cementerio: el municipio se hacía responsable de la construcción del nuevo recinto y la custodia de éste quedaba en manos de las autoridades eclesiásticas.
Por tanto, se empiezan a destruir los cementerios “intramuros” y se empiezan a realizar otros nuevos “fuera de la ciudad”. Pero tendrán que responder a una serie de medidas higiénicas surgidos en la sociedad, pero con unos requisitos: poder conservar al fallecido y poder visitar sus restos en el lugar donde se enterró. Imponiéndose de esta manera, el culto al recuerdo del cuerpo y la localización de la morada del difunto, que pertenece a él y a su familia, convirtiéndose la tumba en protagonista.
REFERENCIAS
http://acceda.ulpgc.es/handle/10553/1893
http://www.villardecanas.es/historia/cementerios.pdf
Brota una pasión que hasta el momento no se había manifestado en forma de lloros, lamentaciones, rezos y gestos de dolor apasionado se da de manera exaltada ante la muerte. Alcanzando el duelo un desarrollo ostentoso que traspasa las costumbres hasta el momento. La intimidad en la familia hace que se esfumen las cláusulas pías de servicios religiosos que se daban en los testamentos, notificando estos deseos, directamente el moribundo a sus familiares. Este hecho da paso a que el testamento se laicice, (parecido al que hay actualmente: reparto de bienes…). Todo esto es producto de una sociedad que se laiciza. Sin embargo, la principal causa que va a alterar el modo de los enterramientos va a ser sentimiento de la “muerte ajena” motiva por esa pasión.
A fines del siglo XVIII, hay que destacar dos características: por un lado, la salud pública se verá afectada por el hedor que vienen de las tumbas de los alrededores de las iglesias dentro de las ciudades, que durante siglos se habían removido de forma constante. Por otra parte, produce pudor social el desprecio y abandono del cuerpo y restos del difunto, que en los últimos siglos y con la Contrarreforma, se realizaban por parte de la Iglesia.
En 1763 se empieza a escribir acerca de los cementerios existentes en que se relataba lo siguiente: “… infecta morada de los muertos en medio de los domicilios de los vivos”.
En España, el 3 de Abril de 1787 se promulga la Real Cédula decretada por Carlos III, en el que prohíbe los enterramientos dentro de las ciudades y ordenando la construcción de los cementerios fuera de las urbes.
La Disposición se debe a la comprobación de los efectos de las epidemias ocurridos en varios lugares. Evitando de este modo las consecuencias por una posible infección u otras causas a las que pudiesen exponerse los vivos respirando el aire impuro y mezclado con los hedores de los muertos.
A lo largo del siglo XIX, 1806, 1833, 1834,1840, se suceden otras Órdenes Reales recordando la prohibición y concediendo facilidades económicas para su cumplimiento.
La Reina Isabel II dispuso en 1828 que donde no los hubiera, se hiciesen cementerios provisionales en forma de cercados fuera de las poblaciones hasta que se pudiesen construir más decentemente (R.O. de 12 de mayo de 1849, R.O. de 16 de julio 1857 y de 6 de agosto y 19 de noviembre 1867).
En 1833, mediante Reglamento, se había creado una jurisdicción mixta eclesiástico-civil del cementerio: el municipio se hacía responsable de la construcción del nuevo recinto y la custodia de éste quedaba en manos de las autoridades eclesiásticas.
Por tanto, se empiezan a destruir los cementerios “intramuros” y se empiezan a realizar otros nuevos “fuera de la ciudad”. Pero tendrán que responder a una serie de medidas higiénicas surgidos en la sociedad, pero con unos requisitos: poder conservar al fallecido y poder visitar sus restos en el lugar donde se enterró. Imponiéndose de esta manera, el culto al recuerdo del cuerpo y la localización de la morada del difunto, que pertenece a él y a su familia, convirtiéndose la tumba en protagonista.
REFERENCIAS
http://acceda.ulpgc.es/handle/10553/1893
http://www.villardecanas.es/historia/cementerios.pdf